Tucumán virreinal, brujería y mestizaje

En 1619 el judío portugués Pedro de León Portocarrero, un comerciante que regresaba de Lima, salió en un auto de fe en Sevilla, procesado por la Inquisición acusado de practicar La ley de Moisés; este hombre en 1620 compuso una obra que no conoceríamos hasta 1910 cuando José de la Riva Agüero la presentó como ponencia en España[1]. Esta obra, crónica, pero sobre todo descripción es una fuente de valiosa información militar, geográfica, étnica, y cultural de los territorios del entonces virreinato del Perú, y de zonas aledañas como Potosí, Santiago de Chile y Buenos Aires. En esa descripción nuestro autor se refiere a Buenos Aires como una ciudad de poca fortaleza militar, muy descuidada y poco poblada. Tucumán no se diferencia de su centro radial, tanto Córdova como Santiago de Estero estaban a sesenta leguas, y su debilidad militar es preocupante en relación a la población india. La población de estas regiones es poco poblada por españoles, Córdova tiene quinientas casas de españoles, mientras Santiago de Estero sólo tiene cuatrocientos vecinos, en comparación con “los muchos lugares de indios” que menciona el autor[2].

 

La afirmación de Pedro de León no es exagerada, la zona de Tucumán en términos étnicos era una zona compuesta por una gran diversidad cultural de pueblos nativos que conforme pasaba el tiempo sufrían un proceso de hibridación. La zona no era un espacio homogéneo, hubo poblaciones que aceptaron negociar con los ejércitos conquistadores, hubo otros que resistieron hasta bien entrados el siglo XVII. Inicialmente el orden colonial solo logró imponerse en las cabeceras de Santiago de Estero, Tucumán y Córdoba. A partir de 1611 y 1612 Francisco de Alfaro impartió unas ordenanzas destinadas a gobernar las poblaciones nativas bajo el modelo de reducciones con un régimen laboral basado en la tributación, medidas que se aplicaron gradualmente hasta mediados del siglo XVII[3]. La visita del oidor Luján de Vargas deja muchos datos que contrastar y analizar, por ejemplo entre 1693 y 1694 se realizó una tasación sobre la ubicación de los indios en las encomiendas coloniales, y encontró que en algunas zonas hubo mayor cantidad de población nativa viviendo en calidad de servicio personal en encomiendas privadas, mientras que en otras ciudades la mayoría vivía en encomiendas comunales. Por ejemplo en Santiago de Estero el 79. 8% de los indios vivían en encomiendas pueblo, mientras que solo el 21.2 % lo hacían en tierras privadas, en Córdoba el caso era opuesto, el 18 % vivía en comunidades, y el 82 % vivía en encomiendas personales. Esto importa ya que los modos de relacionarse de los nativos frente a un nuevo orden difería bajo los diferentes sistemas de las encomiendas, así entendemos que aquellas encomiendas-pueblo eran centros intensos donde el ritual y la cultura prehispánica se podía reproducir constantemente, mientras las encomiendas privadas sería un perfecto escenario donde se podría transmitir las creencias populares de indios a mestizos, etc. Frente a estos datos encontramos una realidad más demoledora, ya que la población de indios es basta, sólo en Santiago existían 1435, siendo la zona de mayor presencia indígena (casi un 20 % del total)[4].

 

Lo anterior no es una reflexión meramente cuantitativa, la presencia indígena demandaba una profunda configuración cultural de carácter mixto. Pedro de León decía que la mayoría de estos nativos están “desviados del Camino Real”, lo que puede interpretarse que estas poblaciones gentiles demostraban constantemente sus creencias religiosas, o idolatrías. Sin embargo, no eran idolatrías meramente andinas, hubo un factor de hibridación con algunas creencias hispanas, principalmente las referidas a las salamancas. Y es que las poblaciones protagonistas de estas desviaciones y persecuciones no fueron solo indios, sino ante todo las poblaciones producto de la conquista, mestizos y mestizas. Finalmente, en Santiago de Estero que pertenecía a la gobernación de Tucumán[5], hubo un elemento primordial: la presencia incesante del monte. El monte es parte del paisaje natural de las poblaciones españolas e indias, es un habito en su historia, y se configurará luego durante la persecución de hechiceras, como el sitio donde se encuentran las salamancas – escuelas de brujas – y donde se tenía el contacto demoniaco[6]; en este caso podemos decir que el medio natural, como afirmaba Robert Mandrou – se configura como un faro mental y de especulación, es pensando como punto de acción de actividades diarias hostiles y fraternales a la vez[7]. Recordemos que el monte era propio del paisaje ribereño, pero podía ser a su vez el escondite de los indios rebeldes, el lugar de las sesiones y pactos diabólicos, etc.

 

La hechicería femenina se desarrolló en un área andina muy singular, algunas ciudades importantes poseían un Tribunal de la Inquisición que condenaba los casos de herejía, pero en Tucumán colonial esta instancia no llegó a instalarse; pero aún así los tormentos y castigos que se usaron en los casos de sortilegio y brujería fueron los mismos que usaba el Santo Oficio, esto debido a que el gobernador Juan Ramírez de Velasco en el siglo XVI solicitó permiso para copiar tales prácticas[8]. La hechicería como idea occidental llegó a América producto de la traslación ideológica del cristianismo que encontró en las costumbres y prácticas de las mujeres y hombres andinos similares características con las prácticas médicas de las clases populares en Europa. Las formas de curar, orar, y convivir de las mujeres en el mundo andino se condenó debido a una ideología importada donde el estereotipo de bruja encontró un perfecto modelo en los curanderos nativos. Los cronistas como José de Acosta y Polo de Ondergardo mencionan la existencia de hechiceras debido a la presencia indudable del demonio que movía a los indios a adorar las fuerzas de la naturaleza. Así, ciertas características de la religión nativa como predecir el futuro mediante el tabaco o coca, y el conocimiento curativo mediante el uso de hierbas recordaba los poderes que el demonio daba a sus seguidores mediante el conocimiento del herbolario y la capacidad de ver el futuro[9]. Para los sacerdotes españoles las habilidades y técnicas andinas tenían como fuente el contacto diabólico. Este proceso no fue nuevo, al igual que en Europa en América los sistemas de creencias existentes antes del cristianismo sufrieron una reinterpretación calificándose a esas antiguas creencias de paganas, condenables y en directa relación y representación del mal[10].

 

Tucumán como hemos visto fue una sociedad mestiza, mitad andina, mitad castellana. La poca cantidad de españoles, hombres – teniendo en consideración el clima guerrero de lugares en plena anexión – obligaba a la mezcla mediante situaciones violentas como violaciones, pero también alianzas matrimoniales. El carácter mestizo de los hijos era – como dice Kathryn Burns – una lucha no sólo patrimonial sino ideológica, muchos españoles mandaban a sus hijas a los conventos para que recibieran la educación cristiana y se alejaran de las creencias maternas. Pero ¿Qué sucedía en el caso de aquellas que no iban al convento?. Con seguridad muchas mestizas recibieron influencia de ambos sentidos ideológicos, podemos suponer, como dice Carlo Ginzburg, la existencia de intermedios culturales que transmitían a individuos susceptibles y proclives a la hibridación (generalmente los niños y niñas) las creencias, ritos populares y folklore de una sociedad subordinada[11]; por ello la mayoría de estos intermedios eran las madres, niñas, sirvientes, compañeros de juegos, etc.

 

Un elemento más que configura a Tucumán como una zona de análisis es su clima político inestable. Recordemos que en 1630, y hasta 1636, los indios de las localidades aledañas a Salta, San Juan y Jujuy protagonizaron una rebelión, llamada luego “El Gran Alzamiento”, donde participaron las tribus daguitas y otras contra el gobierno y el cabildo español[12]. Un hecho sumamente violento que inició con la muerte de un español, Juan Ortiz de Urbina, su familia y un fraile a la que siguió un conjunto de vindicaciones entre ambos bandos. Luego, en 1657 surgió un nuevo levantamiento de los indios calchaquíes promovidos por un milenarista Pedro Bohorquez, movimiento que también fue reducido pero originó una gran tensión con los nativos[13]. Compartimos la posición de María Emma Mannarelli cuando menciona que la brujería y hechicería no fueron fenómenos aislados que aparecieron como movimientos pro-occidentalizados perseguidos en el Nuevo Mundo, por el contrario su represión se asoció al surgimiento de los viejos cultos andinos e idolatrías[14], y definitivamente los dos movimientos mencionados no solo eran políticos, debieron tener – como en la mayoría – reivindicaciones religiosos en torno a sus antiguos cultos. Las rebeliones originaron una mayor presión y vigilancia sobre los indios, y esto trajo como consecuencia mayor represión sobre grupos como las hechiceras salamancas

 

La hechicería sin embargo es tan bien un fenómeno muy complejo, su persecución no fue tan intensa como supone la historiografía habitual y la tradición. Mannarelli basándose en los datos dejados por Toribio Medina y contrastados con el trabajo de archivo encuentra que para mediados del siglo XVII de 184 personas que comparecieron ante el Tribunal, solo 60 fueron procesos por hechicería, la mayoría mujeres, bien podemos decir que la caza de brujas no tuvo un carácter masivo en Lima, ciudad mestiza y criolla donde se castigaba más la apostasía, las solicitaciones y herejía. Sin embargo habría que recordar que el control inquisitorial fue más eficiente en las zonas urbanas y aledañas que en los territorios alejados, de esa forma las hechiceras alejadas de Lima, por ejemplo, estaban menos controladas, sumando a ello los altos costos que implicaba llevar mujeres procesadas a las grandes urbes donde se encontraba el tribunal[15]. Tucumán, como dijimos no tenía tribunal de Fe, y la justicia la aplicaba el Cabildo de la misma forma. En ese sentido, la hechicería fue un fenómeno más prolongado e intenso (así como su respectiva represión) en las zonas rurales alejadas de las grandes urbes. La hechicería era practicada sobre todo por mujeres (ofrecían sus servicios de remedios, adivinación mediante antiguos cultos), la mayoría de ellas eran solteras o viudas, y generalmente indias o mestizas, ordinariamente de los estratos sociales más bajos.

 

La represión hacia la hechicería tucumana se debió entonces a la necesidad de las autoridades de liberar esa zona de los antiguos cultos y alejar así las idolatría de los indios rebeldes, que avivaba su carácter beligerante. La idea era no permitir que estos cultos se extendieran a las áreas urbanas. Así, se persiguió a las portadoras de estos conocimientos antiguos identificados como hechicería occidental; un conocimiento que también era masculino, pero suponemos que la guerra y las situaciones violentas encargó este sistema de saberes en las mujeres viudas y en sus descendencias también producto de hechos violentos como violaciones. En esta época los tratados como el Malleus Maleficarum de los dominicos Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger van ayudando a construir el estereotipo de la bruja.

 

En Tucumán las hechiceras, principalmente mestizas e indias por los casos ya expuestos, fueron perseguidas de una manera brutal, por ejemplo una india murió producto de la doble tortura a la que fue sometida de manera paralela (la garrucha junto al ladrillo y sueño al estilo español). Judith Faberman estudia para el siglo XVIII este fenómeno y arroja conclusiones sorprendentes, por ejemplo la mayoría de mujeres que fueron procesadas estaban en intima relación con su comunidad, es decir tenían una extendida fama pública[16], Generalmente estas hechiceras eran acusadas de producir maleficios y “daño” a otras personas (el asunto era más grave cuando eran españoles o patrones). La mayoría de procesadas fueron indias que hablaban otro idioma y estaban solteras y viudas (por ejemplo el proceso de Luisa Gonzales en 1689, Lucrecia en 1715 y otra india llamada Clara en 1719), posiblemente muchas viudas producto de las guerras en 1630, y solteras pero sujetas a la violación por lo que sus hijas pudieron seguir portando sus conocimientos de curación.

 

Tanto Alicia Poderti como Judith Faberman citan los mismos casos de indias, por ejemplo el de Pancha y Lorenza en 1761 es muy significativo porque acabó con la muerte de una de ellas; la mayoría son acusadas por rumores en relación a la posesión de objetos de hechicería (animalillos, ídolos o jumes fresco). Sin embargo lo más interesante es que muchas de estas mujeres reconocieron que habían obtenido su arte en una “salamanca”, como lo hicieron efectivamente Pancha y Lorenzo describiendo los lugares y hasta los participantes. Así mientras las indias y mestizas eran sofocadas en el Tucumán, muchas familias de españoles migraban hacía otras zonas.

 

 

* Fragmento de una ponencia expuesta en las IX Jornadas de Historia Colonial organizada por el Grupo de Estudios Coloniales en Santiago, Chile, en mayo del 2014

[1] Carlos CARCELÉN, “Espionaje, guerra y competencia en el siglo XVII. El judío portugués Pedro de León Portocarrero, autor de la Descripción del Virreinato del Perú” en Investigaciones Sociales, N° 22, UNMSM, Lima, 2009, pp. 101-116.

[2] Boleslao LEWIN, Descripción del Virreinato del Perú. Crónica inédita de comienzos del siglo XVII. Rosario: Universidad Nacional del Litoral, 1958, p. 102.

[3] Judith FABERMAN y Roxana BOIXADÓS. “Sociedades indígenas y encomienda en el Tucumán colonial. Un análisis comparado de la visita de Luján de Vargas” en Revista de Indias, N° 238, 2006, p. 607

[4] Judith FABERMAN y Roxana BOIXADÓS, “Sociedades…”, p. 608.

[5] Habría que recordar que la región denominada El Tucumán tenía como jurisdicción a las localidades de Santiago del Estero, Córdoba, Tucumán, Salta, Jujuy y la Rioja.

[6] Judith FABERMAN. Las salamancas de Lorenza. Magia, hechicería y curanderismo en el Tucumán colonial. Buenos Aires: Siglo XXI, 2005.

[7] Robert MANDROU. Introducción a la Francia Moderna (1500-1640). Ensayo de psicología histórica. México: UTEHA, 1962, p. 73.

[8] Alicia PODERTI. Brujas Andinas. La inquisición en Argentina. Sydney: Cervantes Publishing, 2005, p. 8.

[9] Irene SILVERBLATT. Luna sol y brujas. Género y clases en los Andes prehispánicos y coloniales. Cuzco: Centro de Estudios Regionales “Bartolomé de las Casas”, 1990, p. 129.

[10] Julio CARO BAROJA, Las brujas y su mundo. Madrid: Alianza, 1982, p. 64.

[11] Carlo GINZBURG, “Freud, el hombre de los lobos y lobizones”, en Mitos, emblemas e indicios. Morfología e Historia, Barcelona: Gedisa, 1986, p. 200.

[12] Eric BOMAN, “Tres cartas de gobernadores de Tucumán sobre Todos los Santos de la Nueva Rioja y sobre El Gran Alzamiento”, Revista de la Universidad Nacional de Córdova, Año V, N° 1, 1918, p. 5.

[13] Manuel LIZONDO BORDA. Breve historia de Tucumán. Del siglo XVI al siglo XX. Tucumán, 1965, p. 62.

[14] María Emma MANNARELLI, “Inquisición y mujeres. Las hechiceras en el Perú durante el siglo XVII”, Hechiceras, beatas y expósitas. Mujeres y poder inquisitorial en Lima. Lima: Fondo Editorial del Congreso, 1998, p. 27.

[15] María Emma MANNARELLI, “Inquisición…”, pp. 24-25

[16] Judith FABERMAN, Las salamancas de….

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