Sobre la legitimidad del poder en la revolución bolivariana

©Nicolás Ocaranza
©Nicolás Ocaranza

En Economía y Sociedad, Max Weber indagó en las diferentes formas del poder y se preguntó por sus fuentes de legitimidad. Esta cuestión, nada banal cuando se analizan gobiernos cuyos mecanismos democráticos se fusionan con dispositivos propios de otros regímenes políticos, es fundamental para comprender lo que sucede actualmente en Venezuela. Desde que Nicolás Maduro asumió la continuidad de la revolución bolivariana, la cuestionada legitimidad del oficialismo ya no puede pensarse bajo el prisma del gobierno precedente; entre otras razones porque la adhesión al carismático Hugo Chávez nunca logró ser traspasada de manera intacta a su delfín, porque la otrora aplastante mayoría electoral apenas obtuvo el quórum suficiente para perpetuar al chavismo en el poder, y finalmente, porque la dirigencia del PSUV no ha sido capaz de resolver el faccionalismo y las tensiones al interior del establishment, ni mucho menos contener las refriegas y controversias de una sociedad fracturada y cada día más polarizada.

 

Para el historiador Germán Carrera Damas la legitimidad que ha mantenido en pie a la revolución bolivariana es mucho más compleja de lo que revelan esos imprecisos y etéreos tipos ideales llamados “cesarismo” y “autocracia”. Se trata de una mixtura que, independiente de los legítimos triunfos electorales y constitucionales obtenidos, no solo ha permitido al Ejecutivo mantener bajo control la burocracia estatal, los medios de producción y el poder judicial, sino también dotar a su proyecto de una conciencia política fundada en la transformación y defensa de una determinada memoria histórica que –estudiada en diversas publicaciones por los historiadores Elías Pino Iturrieta y Frédérique Langue- sustenta su andamiaje ideológico a través constantes usos y abusos del pasado. El resultado de este amasijo es el bolivarianismo-militarismo, una ideología de reemplazo que emergió en un momento de desorientación ideológica característica del fin del siglo XX.

 

En su afán por promover un extemporáneo ideario democrático-igualitarista del Libertador Simón Bolívar, primero transferido a su alter ego Hugo Chávez y ahora a su hijo político y sucesor, el bolivarianismo es un esfuerzo sistemático por cooptar la historia para convertirla en una verdad oficial servil a los intereses de la razón de estado. Ni siquiera Marx creía en la beatería de un Bolívar socialista cuando en 1858 publicó una nota biográfica teñida de críticos y equívocos juicios políticos en los que anticipaba el infeliz destino del caudillismo y la concentración del poder en Venezuela: “su dictadura muy pronto devino en una anarquía militar, en la cual los asuntos más importantes quedaban en manos de sus favoritos, quienes despilfarraban las finanzas del país…” (Karl Marx, “Simón Bolívar y Ponte, El Libertador”, en Inés Quintero y Vladimir Acosta, El Bolívar de Marx, Caracas, Editorial Alfa, 2010).

 

El ejercicio del poder en el socialismo del siglo XXI se nutre de una lectura insurgente del pasado y del presente, la que al ser proyectada como teleología revolucionaria incontestable deviene historia oficial. Así, los fundamentos ideológicos del bolivarianismo, cuyos fragmentos más visibles son el empoderamiento de los grupos subalternos, la soberanía popular y el independentismo antiimperialista, se funden y escoltan bajo un vanguardismo neomilitarista que opera como su soporte fáctico ante cualquier disensión interna o externa. La puesta en práctica de una incesante democracia electoral permitió al chavismo legitimarse y perpetuarse –con un breve lapsus en el golpe de estado de abril de 2002- en el poder durante quince años. Sin embargo, sus detractores acusan que el uso de los mecanismos electorales es la fachada de un sistema político sin separación de poderes y carente de frenos y contrapesos.

 

A partir de esas premisas, El bolivarianismo-militarismo, una ideología de reemplazo (Caracas, Editorial Alfa, 2012) de Carrera Damas examina el militarismo y el control del pasado en la Venezuela contemporánea a partir de la orfandad ideológica que dejó la evolución de la Revolución cubana en un régimen cívico-militar caribeño desde la consecuente crisis del socialismo y su posterior reinvención latinoamericana. Las cifras y los datos que elevan o enlodan al modelo chavista no son aquí lo fundamental. El foco no está puesto en la contienda electoral ni en los vaivenes económicos, como tampoco en las disputas coyunturales que nutren las columnas de opinión, sino en el engranaje ideológico, la difusa concepción democrática, la exégesis patriotera y el traslado ahistórico del legado de Bolívar al tiempo presente: “Se ha preparado así el terreno para que el militarismo tradicional establezca una simbiosis con los náufragos del socialismo autocrático, bajo la égida del bolivarianismo basado en el Bolívar del culto…”. De esta manera, todos los elementos rituales y legales que configuran la institucionalización del bolivarianismo como un asunto de Estado y no solo de gobierno, son la envoltura del universo ideológico que recubre las diferentes capas de la sociedad venezolana, una especie de segunda religión que cada cierto tiempo admite nuevos santos en su panteón secular.

 

De esta manera, la fusión entre ideología y militarismo ha sido la fórmula capaz de allanar el camino hacia la continuidad del modelo bolivariano. Estos complejos cruces, unidos a los usos políticos de la historia, nos remiten a la lúcida crítica que Orwell hiciera al totalitarismo cuando afirmaba : “Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado”. Este antifaz ideológico ha servido durante largos años a los militares para ocupar los resortes y mecanismos del poder en casi todas las esferas del estado, en la pretensión de que las Fuerzas Armadas no solo son herederas de los ejércitos bolivarianos de la época de la independencia, sino también continuadoras directas de la revolución socialista del siglo XXI. La legitimidad que les ha sido otorgada electoralmente por el poder popular ha terminado por instalar la creencia, muy distante de lo que las prácticas políticas indican, de que la eficiencia, la disciplina y la integridad de los militares aventajan la capacidad de los civiles para gobernar.

 

La versión chavista del socialismo democrático sería el resultado de una hibridación entre el socialismo humanitario y la democracia electoral, combinación que en el caso venezolano no parece incomodarse con las diferentes vocaciones de ambos sistemas: la seguridad social y la equitativa distribución de la riqueza en el primer caso, y una economía de mercado con ejercicio de derechos políticos en el segundo. Sin embargo, aunque existan mecanismos electorales la perpetuación en el poder contradice las reflexiones políticas que Bolívar expresara en 1819 en su famoso Discurso de Angostura: “La continuación de la autoridad en un mismo individuo frecuentemente ha sido el término de los gobiernos democráticos. Las repetidas elecciones son esenciales en los sistemas populares, porque nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él se acostumbra a mandarlo; de donde se origina la usurpación y la tiranía. Un justo celo es la garantía de la libertad republicana, y nuestros ciudadanos deben temer con sobrada justicia que el mismo magistrado, que los ha mandado mucho tiempo, los mande perpetuamente”.

 

Sin Chávez, enfrentado a incesantes protestas, con una creciente hostilidad política y una economía desequilibrada y en plena crisis, el bolivarianismo-militarismo, bastión protector de la legitimidad de esta revolución sentimental, es quizá el último recurso que le queda al chavismo para mantener las ilusiones y esperanzas de una parte del electorado que aún cree que la conducción fuerte del Ejecutivo puede corregir los vicios de un sistema que ni ellos mismos pueden controlar. A fin de cuentas, como el mismo Carrera Damas lo señala, aunque el culto a Bolívar no es un relato creado por el chavismo pues comienza en 1842 con la repatriación de sus restos a Caracas, pronto fue convertido “de un culto del pueblo en un culto para el pueblo”.

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