Castigando la disidencia política durante el Porfiriato: Un caso de deportación a Yucatán.
La etapa histórica de México a la que hemos nombrado como “porfiriana” o “porfirista”, fue conocida por ser un largo periodo de paz y progreso. Una isla de estabilidad que descollaba en el mar de pronunciamientos, asonadas, intervenciones extranjeras y demás conflictos que la joven nación mexicana hubo de sufrir desde su emancipación de la Corona española en 1821, hasta la llegada al poder del general Porfirio Díaz Morí en 1876. Esta prolongada etapa de tranquilidad fue precisamente uno de los motivos por los que a don Porfirio se le atribuían las más elevadas virtudes. No había un gobernante parecido a él. ¿Quién sino el general para sacar a los mexicanos de su salvajismo para ponerlos en el camino del desarrollo que toda nación civilizada exigía?
A pesar de sus esfuerzos y logros (que no hay que menospreciar), hay que mencionar que todo este milagro de paz no se hizo de la noche a la mañana ni dejó de costar sufrimiento —aunque con mayor frecuencia para las clases menesterosas. Para lograr su cometido, Díaz tenía que gobernar con puño de hierro y, si era necesario, mostrarse inflexible.
De ahí la leyenda negra de su gobierno, referente a que todo lo resolvía reprimiendo haciendo uso de su instrumento predilecto: el ejército. Aunque es cierto que en algunos casos Díaz usó la fuerza armada para convencer —pues una bayoneta resulta mucho más elocuente que un simple “por favor”— a ciertos grupos o facciones descontentas, más cierto aún es que no recurrió a este tipo de medidas sino cuando todas las demás opciones habían fracasado.
Esto no parece disminuir la certeza de que aquellos disidentes de su gobierno, al no haber delito qué perseguir (pues la libertad de expresión era ya una garantía constitucional)[1] fuesen enviados como reemplazos del ejército a las peligrosas tierras de la península de Yucatán, como lo ha señalado John Turner en su multicitada obra Barbarous Mexico.
¿Que por qué eran peligrosas aquellas latitudes? Pues bien, al menos por dos factores: el primero porque durante buena parte del Porfiriato (y hasta 1902 en que terminó la campaña), la península fue zona de guerra entre el ejército federal y los mayas que defendían su territorio. Así, el punto era enviar a los disidentes para que le “entraran a la bola” y, con un poco de suerte, recibieran un balazo que terminara con tan funesta y revoltosa persona. El segundo factor se refiere a las enfermedades que eran fáciles de contraer en aquellas zonas calientes y selváticas, de las cuales la más famosa era la fiebre amarilla, mortal entonces. Incluso se mandó poner un hospital en la saludable (pero excesivamente alejada) ciudad de Xalapa, en la zona central serrana de la entidad veracruzana que debía encargarse de atender a los enfermos y heridos de la campaña contra los indios mayas.[2]
Lo anterior (lo de las deportaciones) se ha tomado como un hecho verdadero debido a que diversos autores lo han mencionado y es, por lo general, moneda corriente respecto al periodo porfiriano (la deportación de Yaquis, por ejemplo, parece no tener refutación). Sin embargo, en lo personal no me había enterado de un caso concreto sino hasta hace poco que, investigando en el Archivo Histórico de la Secretaría de la Defensa Nacional, y en el archivo de Espinosa de los Monteros (resguardado por la Dirección de Estudios Históricos del INAH), pude triangular un caso que ejemplifica a la perfección este modo de hacer justicia a lá porfiriana.
El drama se desarrolla en 1909, en plena efervescencia política debido a las elecciones presidenciales de 1910. Habiendo sido propuesto el general Bernardo Reyes como candidato para la vicepresidencia (candidatura que él mismo acabaría rechazando, por cierto), se crearon decenas de clubes en todo el país para convencer y apoyar a Reyes, y fungiera así como el compañero de fórmula del anciano general Díaz.
Siendo Reyes extremadamente popular en el sector militar debido a las reformas que había impulsado durante su estancia en la ciudad de México como ministro de la Secretaría de Guerra (1900-1902), no resultó raro que una buena porción de la institución marcial se mostrara en 1909 más que inclinada a hacer patentes sus deseos de apoyar al ex ministro.
Estos deseos se manifestaron por vez primera en un periódico de orientación reyista titulado México Nuevo, en el que se publicó que la oficialidad del primer regimiento de artillería se manifestaba abiertamente en favor de la candidatura del general Reyes. La carta que enviaron, apareció así publicada:
Los que suscribimos, admiradores del C. General de División Bernardo reyes y simpatizadores de su candidatura para Vicepresidente de la República, con gusto nos adherimos a la proclama del ‘Club Central Reyista 1910’. Poniéndonos incondicionalmente a las órdenes de la Mesa Directiva de dicho Club, en el primer Regimiento de Artillería Montada autorizándolos para hacer de esta carta el uso que convenga a los intereses del Club.[3]
Como se ve, la misiva no daba cabida a ningún tipo de duda respecto al apoyo de la oficialidad del ejército a la candidatura del general Reyes. Y esto, que habría podido parecer un buen augurio para la campaña política reyista, terminó convirtiéndose en un martirio para los oficiales que calzaron con sus firmas esa carta.
El asunto se propagó rapidez debido a que había causado fuerte impresión en los demás diarios, que ni tardos ni perezosos, abordaron el tema ya a favor, ya en contra. Enteradas las autoridades militares de esto, y con la consigna presidencial (Reyes y Díaz se habían distanciado desde 1902) de que no se toleraran actividades políticas por parte de la oficialidad (ni de ningún miembro del ejército), se decidió tratar a estos individuos como verdaderos disidentes políticos, es decir, se determinó enviarlos fuera de la ciudad de México a cumplir con sus deberes militares. ¿Los destinos? Sonora, donde aún persistía la campaña —aunque ya de baja intensidad— contra los indios yaquis, y a Yucatán, donde la campaña contra los indios mayas había finalizado, aunque sus condiciones climáticas no habían mejorado en lo absoluto.
La prensa pro reyista vociferó en sus planas lo arbitrario e injusto de esta medida, combatiendo en el plano ideológico con otros diarios que la favorecían. El clímax del drama llegó cuando se supo que uno de los militares enviados a Yucatán, el teniente de artillería Guillermo Gutiérrez Verduzco, había fallecido a causa de las condiciones climatológicas.
El sentimiento de indignación que había producido el deceso del teniente, se elevó considerablemente cuando no se dieron razones justificadas de la muerte. Incluso, a la hermana del teniente un par de años más tarde se le negaría el acta de defunción.[4] Así, Gutiérrez Verduzco sería nombrado como el “Primer Mártir de Nuestra Tercera Independencia”.
Como podemos ver, la deportación de personas que no profesaran las mismas convicciones que el gobierno a las regiones alejadas y peligrosas de México, resultó ser, a la luz de los documentos, toda una realidad llevada a cabo con completa impunidad y provocando, como lo demuestran la hoja de servicios del teniente Verduzco y la prensa misma, su fallecimiento por mostrar preferencias políticas distintas a las de la línea trazada por el gobierno porfiriano.
Sirven también estos documentos para mostrar cómo no sólo las clases menesterosas sufrieron los abusos de la autoridad (principalmente de los jefes políticos), sino que también aquellos con mayores recursos podían ser víctimas de las mismas injusticias.
¿Qué piensas de esto? ¿Conoces un caso parecido? ¿Qué otra interpretación podría darse a los documentos?
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